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Estamos gobernados por nuestra mente para todo lo que hacemos. Desde que nos levantamos hasta el final del día pensamos en las cosas que tenemos que hacer, o en lo que nos ha ocurrido, o en nuestros problemas cotidianos, lo que quiere decir un flujo de pensamientos casi constante. Sin embargo, usamos nuestro cuerpo para vivir en el mundo. Nuestros sentidos reciben la información del mundo y usamos nuestro cuerpo para movernos e interactuar con la realidad.

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Image courtesy of stockimages / FreeDigitalPhotos.net

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Pasamos gran parte de nuestra niñez aprendiendo a comprender las señales que nos dan información de nuestro entorno, y también de nuestro propio cuerpo. Los niños muy pequeños pasan de estar totalmente despiertos a totalmente dormidos. Habitualmente no se dan cuenta de que tienen sueño. Cuando se vuelven especialmente irritables o refunfuñones, son los padres los que dicen, “le está entrando sueño” y comienzan así el ritual de irse a la cama. Podríamos decir que los niños van aprendiendo a descodificar mensajes conceptuales (el significado de la palabra “mesa”), los estímulos externos y los estímulos internos o propioceptivos. Sin embargo, llega un momento en que el aspecto interno queda relegado a un segundo plano, y así permanece durante gran parte de nuestra vida.

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Normalmente no somos conscientes del impacto que el mundo tiene en nuestro cuerpo. Solo prestamos un cierto grado de atención cuando el cuerpo se resiente. Si tu trabajo se realiza sentado frente a un ordenador, es probable que la mano que maneja el ratón este efectuando una serie de movimientos mecánicos de continuo. Esto impacta sobre el brazo y el hombro, que en estos entornos es más propenso a desarrollar contracturas por la postura. Ese esfuerzo extra del hombro suele estar acallado por el ruido continuo del pensamiento, hasta que la contractura se hace más evidente y nos «habla» más alto que nuestros propios pensamientos.

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Durante la meditación, y en las primeras etapas de un programa de meditación como el mindfulness, bajamos el volumen de los pensamientos. Es aquí cuando empezamos a escuchar a nuestro cuerpo y nos damos cuenta de los dolores o incomodidades que tiene.

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La consciencia de nuestro cuerpo comienza cuando comenzamos a meditar, cuando adoptamos la postura de la práctica. Cuando practicamos mindfulness en una silla, la postura es meditación, la postura es la práctica.

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Nos sentamos lejos del respaldo, cerca del borde de la silla. Sentimos el cuerpo que esta sentado, sentimos donde se apoya. Cambiamos la posición paulatinamente, sintiendo qué parte del cuerpo esta en contacto con el asiento. Si estamos cerca del respaldo notaremos las nalgas en el asiento, si estamos mas cerca del borde podremos sentir los isquiones (los huesos de la parte más baja) recibiendo el peso de la columna.

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Cuando nos sentamos al borde de la silla nos hacemos conscientes de los pies que tocan el suelo. Sentimos si están apoyados con firmeza o con tensión. Si hay tensión podremos hacernos conscientes de que el cuerpo esta inclinado hacia delante. De esta forma meditamos con la postura, sintiendo nuestro cuerpo y haciéndonos conscientes de las señales que envía.

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Cuando nos sentamos con la espalda recta en la silla y los pies apoyados en el suelo, sentiremos el peso de nuestro cuerpo repartirse mejor. Los isquiones reciben el peso de la parte superior y lo distribuyen a través de las piernas hasta el suelo, como los arbotantes distribuyen el peso de una catedral. Sentimos entonces la lordosis lumbar, que indica que la espalda ha adoptado su posición natural.

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Cuando nos sentamos para meditar, situamos los brazos sobre las piernas, sin tensión. Podremos adoptar un mudra (un gesto ritual con las manos) o simplemente entrelazarlas, o que apoyen sobre los muslos de manera natural. Lo importante en este momento es escuchar el cuerpo y sentir los brazos y las manos. Si hay tensión o si se posan con naturalidad. Si estamos forzando un grupo muscular para adoptar la postura lo corregimos.

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El pecho está erguido, pero no lo forzamos. Si hemos aplicado más tensión de la debida en el pecho o en los brazos, cuando llevemos unos minutos, el cuerpo retornará a un estado más natural de manera casi imperceptible.

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La cabeza está en línea con el resto del tronco con la coronilla ligeramente elevada y el mentón ligeramente metido. Como si estuviéramos sostenidos por un hilo. El peso de la gravedad se distribuye uniformemente desde la cabeza hasta la base de la columna y de ahí hacia las piernas, con una estabilidad notable.

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La postura de meditación no es una postura a la que estemos acostumbrados, pero no es una postura anatómicamente molesta. Puede que nos notemos raros con la postura. Cuando situamos la cabeza como he descrito antes, notamos más de lo habitual la parte trasera del cuello, que se estira y parece tensarse. Podemos pensar que tenemos el cuello tenso, pero lo que ocurre realmente es que no estamos acostumbrados a situar la cabeza de esta forma. Si nos fijamos en la gente que anda por la calle nos daremos cuenta de que muchos de ellos andan con la cabeza. ¡La cabeza está ligeramente adelantada al cuerpo! Es como si andaran gracias a sus pensamientos; su mente les dirige, no su cuerpo.

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Situar la cabeza en el mismo plano vertical que el cuerpo nos resulta raro, al igual que sentarnos con la lordosis lumbar, pero eso no significa que estemos inflingiendo dolor a nuestra espalda. Ese es el tipo de mensajes que debemos aprender a escuchar de nuestro cuerpo. No escuchamos habitualmente a nuestro cuerpo y podemos confundir los mensajes que comenzamos a recibir. ¿Quiere decirnos que la postura es nueva y nos sentimos raros, o quiere decirnos que estamos generando una contractura por una postura incorrecta?

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Si hemos adoptado la postura correctamente sonreimos a los mensajes de nuestro cuerpo y nos mantenemos en la postura y en la práctica. Si tenemos un riesgo físico real, corregimos la postura de manera consciente. Porque la postura es la práctica, la postura es meditación.

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