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Una de las primeras cosas que comento en los cursos de iniciación a la meditación es el cultivo de una actitud adecuada con las cosas que ocurren durante la práctica. Ojo, no me refiero a la actitud a la hora de meditar. Cuando pienso en la actitud a la hora de meditar, pienso en esa persona que se pone muy digna, muy zen, y se sienta en una pose estudiada. Algo así como los gurús de youtube (¿“gurútubers”?) que graban sus vídeos en una habitación sobria pero elegante, donde hay estratégicamente colocado algún objeto decorativo exótico con reminiscencias espirituales y ropa que insinúe el grado de iluminación que ha alcanzado el sujeto (desde la ropa casual pseudohippie a la toga búdica).

Me refiero a la actitud que mantienes cuando aparecen cosas durante tu práctica. Comienzas a llevar la atención a la respiración y aparecen picores, dolores, pensamientos, somnolencia… pero también aparecen los niños (propios o ajenos) que gritan o lloran o corretean, perros que ladran, coches ruidosos, grifos que gotean.

La práctica de mindfulness también es la práctica de gestionar lo que no nos gusta. Lo imprevisto, lo repentino.

 

Hay un cuento tibetano que recuerdo en estas ocasiones, sobre una aldea en la que aparece en una de sus calles, una planta venenosa. Ante esta situación que nadie espera ni desea, algunos de los ciudadanos deciden poner verjas alrededor y marcar el lugar con un cartel grande que indique el peligro que entraña esa planta venenosa.  De esa manera todo el mundo en el pueblo era consciente de dónde estaba la planta y todo el mundo veía los carteles y podía evitar pasar cerca o comerla por error.

Otros ciudadanos decidieron, sencillamente, cortarla. Así que trajeron sus tijeras de podar y la quitaron de allí. Fue una operación sencilla y rápida una vez que trajeron las herramientas adecuadas. Al cabo del tiempo volvió a aparecer otra vez la planta venenosa en mitad de la calle. Hubo estupor inicial y un debate sobre las causas de ese regreso. Finalmente, llegaron a la conclusión que había que localizar las raíces y extirparla completamente para que no volviera a aparecer. Las herramientas y el esfuerzo que necesitaban para esta nueva tarea eran diferentes, así que tardaron un poco más en cavar y encontrar el origen de la planta venenosa. Pero finalmente, la extirparon de la tierra y la quemaron. Después, rellenaron el hueco de nuevo.

Al cabo del tiempo nació otra planta venenosa en otra calle de la aldea. Os podéis imaginar que hubo emociones encontradas. ¡Tanto esfuerzo realizado para volver al punto de partida! Lo que hicieron en esta ocasión fue estudiar las posibles causas de que la planta renaciera. Concluyeron que los caballos debían traer las esporas de otros lugares entre sus crines así que decidieron cortar la planta de raíz como habían hecho antes, y además limpiar los caballos antes de entrar en su pueblo.

Pero la planta seguía apareciendo, y los aldeanos seguían, con cada aparición, estudiando las causas, extirpando las plantas y probando distintas fórmulas que contuvieran su aparición.

Mientras todo esto seguía ocurriendo, uno de los aldeanos había tomado algunas de las hojas de la planta para estudiarlas con atención. Le llevó tiempo, pero finalmente descubrió algunas propiedades de la planta para combatir enfermedades. Mediante un proceso, transformó la esencia de las hojas para que fueran útiles.

El resto del pueblo dejó de buscar nuevas formas de deshacerse de la planta. Su actitud hacia la planta cambió por completo tras conocer que podía haber algo beneficioso en sus hojas. De esta forma, en lugar de buscar constantemente deshacerse de ella, aprovechaban su aparición para proveerse de hojas, transformarlas y curar enfermedades.

La planta, por otro lado, como el resto de las plantas, crecía y desaparecía siguiendo su ciclo natural.

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