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Como habitualmente me muevo a pie de un sitio a otro he podido sentir en mis propias carnes el descenso de temperaturas que estamos teniendo estos días. Como suele ser habitual, eso que en otros lados se llama otoño, en Madrid se traduce por pasar de la camiseta al forro polar.

Aparte de ser un aliado indiscutible de los vendedores de pañuelos, el frío también nos puede ayudar en la práctica. ¿Cómo? Pues parece una tontería pero a mí la percepción de la temperatura me sirve para conectar con la presencia.

English: Trees covered by snow in Boreal, Cali...

Salvo para los monjes tibetanos o los budistas de Bilbao, normalmente practicamos en nuestra casa u otro sitio calentito. Yo suelo practicar por la mañana, antes de ir a trabajar, al calorcito de mi salón. Independientemente de la calidad de la práctica, lo que siempre queda es un poso de serenidad y del “ser consciente de”. Cuando salgo a la calle y me golpea el frío madrileño en la cara, resulta interesante usar ese estado para observar la conciencia. Es en ese momento cuando percibo una clara, clarísima, diferencia entre el cuerpo, la mente y la consciencia que existe detrás de ambos.

Normalmente, la gente dice “qué frío tengo”, pero si te fijas, tu conciencia no tiene frío. Tu conciencia tiene la misma “temperatura” en todo momento. Lo que tiene frío es tu cuerpo, que tirita. Y es tu mente la que percibe el moquillo que se te congela en la nariz y elabora el pensamiento de “hace un frío del carajo”. Y detrás de todo eso está tu conciencia, percibiendo todo arrebujadita en… bueno, donde se arrebuje la consciencia, pero sin tener frío. El frío está en el cuerpo.

Para mí, esos momentos de caminar sintiendo el frío son muy útiles porque las percepciones del cuerpo son muy evidentes. En esos momentos podemos aprovechar para ver el cuerpo como lo que es realmente: un vehículo que nos conecta con el exterior, recibiendo estímulos externos que son interpretados por nuestro cerebro.

Este esquema de recepción / interpretación / reacción existe desde que nacemos, de manera que lo hemos automatizado tanto que no somos conscientes de ello. Lo habitual es que ante el frío, reaccionemos y nos identifiquemos con el sistema que recibe el estímulo. Digamos que lo estrictamente lógico sería decir: “mi cuerpo tiene frío” en lugar de “tengo frío” porque eso es realmente lo que pasa. En la piel tenemos unas células especiales llamadas corpúsculos de Krause que  detectan el frío y envían una señal al cerebro. Éste la interpreta y reacciona en consecuencia. Esa reacción puede ser mentalmente consciente (te das cuenta de lo genial que sería tomarse un carajillo en ese bar de la esquina que tiene calefacción) o mentalmente inconsciente (tus músculos se activan repetida y automáticamente, que es lo que significa tiritar).

Vista con nieve

Vista con nieve (Photo credit: Wikipedia)

Este sería el proceso detallado de lo que ocurre detrás del pensamiento “tengo frío”, que es parecido a eso de que “lavarse las manos no significa lavarse las manos” que dice Santiago. Los dos procesos apuntan a lo mismo; a que la consciencia que observa un proceso no es igual al sistema que lo detecta o al sistema que responde. Es, también, lo que apunta la frase más antigua de “Tú no eres tu cuerpo”.

Lo bueno del frío es que lo reconocemos directamente como algo externo y no habitual, y cuando aparece (y más si es con viento) podemos identificar esa sensación como algo extraño, lo que facilita la separación de cada sistema y la práctica.

Después de esto, me da por pensar que los meditadores del Tíbet realmente no están tan mal porque pueden aprovechar continuamente un elemento de la naturaleza para señalar eso que aquí llamamos el estado de presencia. Claro que en Bilbao también podrían hacerlo y no conozco a ningún Taishen Deshimaru Goikoechea, por ejemplo.

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